sábado, 21 de abril de 2018

De Argonauta se liga más (Argonautas II)

         Es algo que tengo que reconocer. Yo antes de ser Argonauta no tenía gran éxito con las mujeres. Allá en Yolco pasaba muy desapercibido. Quizá tampoco sabía sacarle partido a mi apostura, porque no teníamos más modelo que Pelias cuando se vestía de gala para hacer un sacrificio, lo que sucedía raramente y siempre que no llegara alguien a interrumpirle, como cuando apareció aquel joven que incluso medio descalzo, despeinado y con una piel de pantera sobre un hombro logró dejarnos a todos sin palabras. Esto es lo primero que aprendí de él: hay que impresionar desde el minuto cero. Si no, la atención se distrae hacia otros más altos, o más rubios, o incluso más ricos. Más adelante, quiso el destino que Jasón me aceptara como miembro de su tripulación y me convertí en el héroe número 50, aun sin haber realizado hasta el momento heroicidad alguna. Sentado a los remos cerca de Heracles, Hilas, Orfeo, Teseo, Linceo, Peleo (cuántos -eos) Cástor y Pólux, Idas, Laertes, Zetes, Calais y muchos más he tenido ocasión de aprender cómo actuar en cada ocasión. Si hay que remar con fuerza, se rema; si hay que morirse de sed, se muere uno de sed; si hay que pelearse con alguien, se pelea. Por eso cuando desembarcamos en la playa de una isla en la que no se veía hombre alguno, ni siquiera un pescador, fui detrás de los que siempre van en cabeza para descubrir lo nunca visto: en aquella isla solo había mujeres que nos recibían con gran entusiasmo, como si llevaran mucho tiempo esperando nuestra llegada.
          Una de las virtudes o defectos de mi personalidad es que soy muy perspicaz, y enseguida percibí que algo estaba surgiendo entre nuestro jefe, Jasón, y una mujer de regia belleza semejante a las diosas, que decía llamarse Hipsípila. Heracles ya se estaba marchando con una grandona, Hilas con una pequeñita y graciosa, y cuando me quise dar cuenta, sin hacer nada, absolutamente nada, una de aquellas lemnias (así decían llamarse) me estaba llevando a su casa y al día siguiente habíamos celebrado ya nuestras nupcias y cumplido con la divina ley que evita que la raza de los hombres se extinga. Mi lemnia me trataba muy bien, y tanto yo como los demás Argonautas fuimos maestros en el arte de fingir que no nos habíamos enterado de que si no había allí varones es porque ellas se los habían cargado.
        Durante dos maravillosos años engordamos a causa del escaso ejercicio físico que practicábamos (no teníamos tiempo para construir estadios ni palestras) y la abundancia de exquisitas comidas preparadas por delicadas manos, con la Argo varada para protegerla de las tempestades. Pero un buen día Jasón nos llamó a todos y nos dijo que teníamos que seguir rumbo al este, hacia la Cólquide, y que debíamos dejar allí a nuestras queridas esposas, a nuestros pequeños retoños que aún no sabían llamarnos papá, y nuestros confortables lechos y regresar a los duros bancos de la nave, con el remo a cuestas y ligeros de equipaje. Quien quisiera, podría a la vuelta, una vez conseguido el Vellocino de Oro, regresar con su lemnia... siempre que ella estuviera dispuesta a recibirle de nuevo bajo su techo. Muy pesaroso salí de allí, nada entusiasmado cuando comprobé en la siguiente isla en que paramos que allí lo único que podía hacer uno era iniciarse en unos Misterios de los que, por cierto, no me enteré de nada.
        Desde allí todo fue mar y más mar. Encima, después de que los doliones nos acogieran estupendamente, un malentendido nocturno hizo que acabarámos todos peleando a brazo partido para salvar nuestra vida y estuvo muy mal que Jasón enviara a las regiones infernales al rey Cícico, que tan bien se había portado con nosotros. Afortunadamente, los misios que viven más al este de los doliones no se habían enterado de nada y nos recibieron amistosamente. Pero aquí de nuevo sucedió lo inesperado. A Heracles se le rompió el remo. Ya llevaba yo tiempo pensando de qué madera estaría hecho, porque remaba por veinte. Me desanimaba pensar que, con el remo de Heracles roto, se iba a notar mucho lo poco que contribuyo yo al desplazamiento de la Argo. Por eso me puse contentísimo cuando se fue a buscar madera para un remo nuevo, ocasión que aprovechó Hilas para -según él- ir a buscar agua. Yo creo que a lo que iba era a ligar, y sin que se diera cuenta le seguí un buen trecho. Pues sí, se dirigía a una fuente, y cuando llegó el jovencito junto a las aguas, empecé a oír  voces femeninas que le invitaban a acercarse a ellas. Entonces decidí ir a buscar otra fuente para mí, por si hubiera otras muchachas interesadas en mi persona, ahora que ya era un héroe como los otros, pero no encontré ninguna. Me pareció oir un grito y vi de lejos a Polifemo y a Heracles que iban buscando algo, quizá fuentes, como yo, y regresé a la nave. Hicimos la cena en la playa, nos echamos a dormir (aunque Heracles dando voces no nos dejaba en paz) y, cuando amaneció, Jasón dio orden de reemprender viaje. Nos negamos en redondo. Sin Heracles, no nos íbamos de allí. Entonces se nos dijo que el destino de Heracles era no participar en la conquista del vellocino y parece que yo era el único al que aquello le parecía una excusa. Volvimos al barco y entonces sí que pude constatar que 47 héroes no reman tanto como 50. Y empecé a pensar que tal vez no todas las mujeres que puedas encontrar en una isla van a ser tan de fiar como mi lemnia.


         
           
          

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